jueves, junio 08, 2006

Isabel bajo la lluvia

Me encontré una vez más caminando solitaria sobre las hojas remojadas y lánguidas esparcidas sobre el asfalto de la ciudad entumecida.
Me encontré sóla, pero esta vez la soledad pareció dulce sobre mis labios resecos por el frío.
Ni el frío que cala hondo hasta los huesos, ni la lluvia que ya empapaba mis cabellos atenuaba mis pasos. Mis piernas eran movidas por fuerzas sobrenaturales que nunca llevan a puerto alguno, pero a las cuales no tiene sentido oponer resistencia.
Así que una vez más me abandoné a mi destino y caminé. Caminé lento mientras el viento revolvía mis cabellos y atacaba mi frente, y no me detuve.

Como era de esperarse, mis pensamientos volvieron rápido a posicionarse sobre Santiago. Hace ya tiempo que no lo veía, y como siempre sucede en estos casos, me llenaba de intriga saber que sucedía con él, donde estaría refugiado en esos instantes, a que café habría corrido a capear la lluvía temiendo arruinar su nuevo traje.
Me lo imaginé con sus papeles bajo el brazo y su sonrisa de oficina. Y volví a añorarlo una vez más. Que horror es éste, estar siempre anhelando aquello que te repugna y contradice tu esencia.
Absorta en mis cavilaciones, tropecé con algún objeto que malignamente se había posicionado en el lugar que mi pie ocuparía. Así que perdí el nexo con mis pensamientos un fugaz segundo. Sólo un fugaz segundo. Suficiente para levantar los ojos y girar la cabeza a la vereda del frente.

Visiones pavorosas están siempre a la orden del día si te arriesgas a adentrate en la ciudad gris, en un parque desierto abandonado por los niños que huyen del frío, en la sombra de un árbol sin hojas durante el azote inescrupuloso del invierno.

Observé eternos instantes sin poder pestañar. Era Emilia. Era Santiago. Eran Emilia y Santiago.

Bajo el abrigo y la bufanda mi cuerpo se hizo pequeño y mi rostro irreconocible.
A la distancia reconocí la particular sonrisa de Santiago y ese gesto de incomodidad que siempre lo acompañaba cuando era obligado a pasearse bajo la lluvia. La ví a ella también. Sus ojos claros e inquisidores , su figura esbelta al lado de Santiago. Sus manos seguramente entrecruzadas bajo las ropas.
Pasaron rápido, sin intuir siquiera mi presencia cercana. Pero quizás Emilia... Quizás ella si supiera que yo estaba ahí. Siempre ha sabido donde encontrarme, de mi pasión por la lluvia y ese barrio de la capital, del frío y mi gusto por las hojas secas. Sí, ella y yo siempre hemos estado conectadas de alguna forma ajena a lo terrenal, con apariciones sorpresivas, pero que después de un instante de cavilación han resultado haber parecido escritas desde tiempos inmemoriales.

Pasaron rápido, pero a mi me pareció una eternidad.
Pensé que se me vendrían encima toneladas de pensamientos, pero no fue así. Permanecí de pie disminuida dentro de unas ropas que repentinamente se volvieron demasiado grandes para mi tamaño.

Santiago volvió una vez más a segundo plano, al plano de las superficialidades y la rutina, del trabajo, de la oficina, del smog, de la ciudad caótica. Al único plano que pertenece, a ése de donde nunca debí intentar rescatarlo.
Pensé en Emilia, mientras encendía el doblado cigarrillo que permanecía esperando ese instante en algún olvidado bolsillo del abrigo.
Retomé mi marcha y pensé en Emilia.

Cuando la conocí...
Bajo que circunstancias aterradoras apareció en mi camino...
No lo recuerdo. No lo recordé entonces tampoco. Sólo se que un día fue Emilia y nunca más ha dejado de ser Emilia.
Emilia en mi vida, cruzando transversalmente mis dichas y desdichas, apareciendo y desapareciendo bajo imperativos inexplicables.
Emilia y sus ojos claros que una vez posados sobre los míos estremecen hasta mi último sentido. Emilia y el silencio que la rodea, ese que contiene todas respuestas que he anhelado descubrir. Emilia y todo.
Porque en ella ví todo lo que un día imaginé para mí, su andar firme y la certeza añorada. Ella era la única capaz de amortiguar mis caídas y atenuar mis inherentes temores.
Sí, me volví dependiente de su compañía y su seguridad. Llegó un minuto en que mis pasos marcaron sus huellas y mis pisadas perdieron personalidad.
Todo se resolvía en su compañía.
Recuerdo cómo le contaba mis experiencias con Santiago, mi necesidad de dejarme seducir por su sonrisa fácil y su beso de piedra. Mi interés inicial y mi posterior asco. Cada vez que lo elevé en calidad de salvador, cada vez que lo abandoné desnudo sobre la escarcha de la mañana, cada vez que lo acogí entre mis brazos como un niño pequeño y cada vez que lo recogí del cauce de las avenidas. Y ella sonrió ante cada relato. Sonrió con aquella cautivante sonrisa milenaria, con la misma que le sonreía a Santiago en esa fría tarde de Junio.

Emilia volvería a cruzarse en mi camino en cualquier instante. Hoy, mañana, en cuanto termine de escribir estas líneas. Y nisiquiera será necesario preguntarle que hacía esa tarde con Santiago, con mí Santiago. No será necesario ni interrogarla, ni pedirle explicaciones. No se sorprendería si le dijera que la ví con él, no se sorprendería de mi ira, de mi tristeza, de mi pavor, de mi desdicha, de mi curiosidad. De mi envidia, de mis celos, de mis deseos de golpearla, de abrazarla y besar los labios que besaron los de Sanatiago.

Comienzo a creer que es a ella y no Santiago a quien debía haber dado una mano para el suicidio.